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Un día de suerte para Salaberry.

SEGUNDA PARTE

Al lado de la oficina de Gomila existían otras dos que estaban cerradas. Una de ellas me la dieron a mí. El secretario me entregó la llave y me hizo aquel pedido extraño: “Entre y salga por ésta misma puerta que uso yo y no salude a nadie; ¿está claro?”

No me quedaban claros las razones pero obedecí. Ahora tenía un ingreso exclusivo por otra puerta. No debía pasar por el mostrador y saludar, algo que mis padres me habían enseñado a hacerlo, y a hacerlo bien.

Tenía un escritorio y una silla giratoria. Había algunos libros de derecho abandonados y llenos de polvo. Nadie golpeaba a mi puerta. Permanecí sentado sin hacer nada durante días. Dejar de pasear con mi carro me lastimó, le había tomado cariño. Recordé las lágrimas de los linyeras cuando morían sus caballos aunque aquí la ecuación era distinta: yo era el caballo y mi vida estaba dirigida por extraños.

Me acostumbré a leer por las mañanas, mientras mateaba, a Ernest Hemingway. Sus cuentos mantenían una llama viva en mí, como si pudiese vivir a través de sus aventuras. Su boxeo, sus carreras de caballos, sus corridas de toros y su pesca me hacían creer que otra vida era posible y cuando levantaba la vista de la página, determinado a soltarme de las garras de ese enemigo invisible que todos tenemos, volvía a escuchar a esa voz que me gritaba: “ ¿A donde vas Salaberry?”.

Un día como cualquier otro, el despacho de al lado fue ocupado. Nadie me presentó al nuevo empleado.

Un día volvieron a golpear a mi puerta. Sin entenderlo bien volví a sentir esa estima que viví cuando Su Señoría me saludó aquella mañana. Era Gomila. Creí que aquellos días de encierro podían haber cambiado al mundo pero me di cuenta que todo seguía igual, el secretario seguía teniendo esos ojos saltones y esa corbata antigua que parecía una cortina vieja sobre su pecho.

- ¡Que coincidencia! Usted no va a creerlo Justiniano, pero tenemos un nuevo meritorio... – dijo con una sonrisa sarcástica.

A su lado había un chico recién salido del colegio. Vestía un traje azul y una corbata roja refulgente. Estaba más acorde para un casamiento que para ser un pinche en un juzgado; todos los pinches principiantes caen en el mimo error. Tenía algo de acné en su cara y parecía muy tímido. Escondía sus manos detrás de su espalda. Me miró a los ojos tan sólo unos segundos y eso bastó para que bajase la mirada.

- Le presento a Salaberry... – dijo-

- Mucho gusto – dijimos al mismo tiempo y nos estrechamos las manos.

- Veo que no entendieron bien. Los dos son Salaberry. Justiniano le presento a Alberto. Alberto le presento a Justiniano.

Ambos nos dimos la mano de nuevo pero con mayor lentitud. Él sonrió con inocencia, festejando la casualidad. Yo dudé de que fuese casual.

- Alberto va a ocupar el despacho de al lado y va a hacer las tareas que usted hacía Justiniano. Alberto es un alumno destacado y tiene recomendaciones de varios abogados exitosos. Estamos orgullosos de tenerlo acá con nosotros.

- Bienvenido Alberto. Lo que necesites estoy a tus órdenes. – dije rimbombante.

Alberto Salaberry parecía un buen chico. Gomila salió con él de mi despacho y no me dijo nada más. Así me enteré de su existencia.


Llegar temprano al tribunal es una costumbre inmemorial. No todos lo hacen, Su Señoría nunca llega antes de las diez porque toma clases de tenis en el club Argentino. Cuando uno mete la cabeza en la secretaría todo se asemeja a un hormiguero, todos desconocen el mundo exterior y viven preocupados por sus pequeños quehaceres. Por las mañanas no hay tiempo de llamadas, ni de noticias ni de chismes. Uno se aliena.

Un tribunal es un gran puterio. Siempre hay chicas jóvenes que visten provocativas. Los dinosaurios casi extintos del tribunal tienen un comportamiento ambivalente: existen días que les hacen sentir lo tontas que son hasta hacerlas llorar y otros que caen bajo sus encantos y vuelven a sentirse jóvenes y viriles.

En la mesa de entradas, uno puede volverse loco ante los pedidos de los abogados. En su gran mayoría no saben un carajo. Muchos creen que al ponerse un bonito traje los conocimientos caen desde el cielo como el maná, pero la verdad es que pasarán décadas hasta que sepan bien de lo que están hablando.

Al otro lado del pasillo, en una puerta lejana, se ubica Su Señoría, que no es un Lord ni nada por el estilo, es un tipo común que nació en La Boca o en Avellaneda o en Palermo y no sabe mucho más derecho que cualquier otro abogado experimentado. Al llegar al poder suele ocurrir que ese tipo normal y soñador, se transformará en un tipo prepotente que pondrá una chapa judicial en su auto, se calzará unos anteojos negros y pondrá cara de sabelotodo. Pero el problema no es Su Señoría. El inconveniente es la turba de mosquitos que lo revolotea y cada dos palabras le dicen: ¡Si; Su Señoría! Nadie es rey si alguien no le pone la corona....

Y apartado de ese mundillo estaba mi oficina donde pasaba horas sumido en el mundo de la suposición, pensando qué estarían planeando mis jefes. Cuando nadie me pisoteaba, gritaba u ordenaba, comencé a sentirme atascado por fuerzas desconocidas, como si fuese una migaja de pan caído en un plato de caldo cremoso.

Sin esperarlo escuché un grito desde el otro lado del pasillo:

- ¡Salaberry! ¡Venga inmediatamente!

Me quedé helado. No sabía a quien se refería. Levanté mi culo del asiento y petrificado solté mi libro de la mano. Me encontré excitado por la posibilidad de que me diesen una tarea. Unos pasos rastreros se escucharon en dirección al despacho de Gomila. La oficina del secretario tenía dos puertas, una interna que daba al pasillo donde estábamos Alberto y yo, y otra que daba a una oficina más grande donde estaban todos los empleados, desde dónde se podía ver a Gomila hablando y gesticulando, pero nunca se veía a su interlocutor.

No hizo falta que me esforzase mucho porque se escuchó claro.

- Salaberry, agarre todas estas causas y remítalas al Juzgado 24. ¡Y apúrese por favor que no tenemos toda la mañana!

- Si Doctor, ya mismo.

Asomé mi cabeza por el despacho y vi como aquel chico tomaba torpemente las causas y las apilaba entres sus brazos haciendo equilibrio. Casi no podía vérsele su rostro porque la pila era muy alta. Nadie le ofreció el carro.

Seguí adelante con mi vida. Había escuchado que en varias empresas se acostumbraba a negarle tareas a los empleados como una forma de presionarlos y así lograr que renunciasen. Si bien estaba dispuesto a aguantar, mis pensamientos dieron un giro copernicano.

Yo era joven, y si trabaja gratis, era con el sólo objetivo de aprender, pero al no darme trabajo era doble mi angustia: no experience and no money. Ya no tenía mucho sentido seguir allí sentado. Mis lecturas me gratificaban mucho pero el tiempo pasaba y la sociedad me exigía logros.

Como un chico embobado que consume horas y horas de dibujos animados comencé a desvariar un poco sobre la realidad, el primer síntoma fue raro: por las noches, en la mesa familiar, cada vez que hablaba me invadía un acento neutro junto con adjetivos extraños. Sin duda todo provenía de Hemingway. ¡Bah, en realidad de su horrible traducción! Decía cosas como: “ Es una chica guapísima”; “Es un mozalbete de lo mas atrevido...”; “ Me importa un bledo el trabajo”; “Es una zorra ricachona...”; “Al demonio con ellos”. Fueron tantas las frases incoherentes que llegué a pronunciar, que mis padres se dieron cuenta que algo me sucedía. Esas palabras siempre me gustaban al leerlas y a veces las decía en broma, pero esta vez no sabía lo que decía; al menos eso me dijeron mis padres.

Un cierto día amanecí con fiebre y no dejé de decir incoherencias. Mi vida en el Juzgado de Instrucción N 10 de Capital Federal había terminado, era una decisión tomada. Su metodología de apriete había dado resultado; Su Señoría se había librado de mí.

                                                       …………………….

Traté de pensar en la lógica de su Señoría para hacer lo que hizo: “Si estas feliz, a pesar de que te damos órdenes groseras y sin sentido, el resto sabrá que ese es el secreto: tirar para adelante sin importar qué le pedimos. La mansedumbre y la alegría eran peligrosas para el sistema

Creí entenderlo así pero hasta hoy no estoy seguro.

Zenón Salaberry, mi padre, no tardó en conseguirme un nuevo trabajo.

- No te precocupes. Te conseguí una entrevista en “Filkenstein y Asociados”. Es un estudio gigante. Mañana a las doce tenés que presentarte con tu curriculum.

- Gracias Papá- dije con esfuerzo.

Estaba seguro que deseaba ser un mantenido por un tiempo. Tener una asignación por mes como tenían algunos de mis amigos; pero Zenón era partidario de la responsabilidad y el trabajo. Con aquel nombre: Zenón, y el mío: Justiniano, era natural que no tuviese ideas modernas y cancheras: nada de años sabáticos; nada de estudiar sin trabajar, en fin, nada divertido.

Me fui temprano hacia las oficinas en la zona de tribunales. Los cafés estaban atestados de abogados. Algunos permanecían allí sentados por horas, solos, sin nada que hacer más que jugar ese papel de juristas de cafetería. Otros llevaban carpetas en sus manos; otros portafolios negros bien lustrados. Los más viejos llevaban una corbata ancha por arriba de su barriga y usaban trajes marrones y beiges. Muchos caminaban por esa zona desde hacía décadas y conocían cada rincón de aquellas calles, cada puesto de panchos, cada kiosco, cada personaje: el lustrabotas de Tucumán y Uruguay; Oscar, el diarero; la kiosquera de la calle Uruguay que me saludaba indiscretamente: “¡Que haces flaquito!”.

El estudio quedaba en la calle Córdoba, frente al teatro Cervantes. Durante años vi a aquella mujer indigente que llevaba el pelo como Marge Simpson. Colgaba toda su ropa en uno de los costados del teatro que daba a la avenida y dormía cada noche sobre sus escaleras. Esa mañana volví a verla y sentí la familiaridad de las calles conocidas, de los rostros amigos.

No parecía haber mucha gente. Una secretaría tipeaba en su computadora. Parecía un estudio importante. Detrás de la puerta de vidrio iban y venían abogados con papeles en la mano. Me hicieron pasar a una sala y en unos minutos frente a mí estaba sentada una chica joven, veinticinco años, me dijo, cinco años más que yo.

- Justiniano Salaberry – dijo mientras miraba mi curriculum, como si a mi edad pudiese encontrar mucho en él.

- Empecemos Justiniano. ¿Que cree usted que le puede aportar a Filkestein y Asociados?

La pregunta era de lo más estúpida. Sabía que no podía aportarle nada. ¡Nadie a los veinte años puede aportarle algo a alguien! ¡A los veinte años somos unos completos estúpidos!

- ¡Qué pregunta! ¿Cómo es tu nombre?

- Pilar

- Mirá, Pilar. No vengo estudiado sobre cómo responder en las entrevistas laborales. Estoy estudiando derecho; quiero ser alguien en la vida y esta firma parece muy prestigiosa. Puedo aportar voluntad, nada más.

- ¿Y como te ves dentro de veinte años en Filkenstein y asociados? – dijo continuando con su repertorio sin reparar en mi respuesta.

- ¿Cómo me veo? No lo sé. ¿Jugando al golf? – dije con ironía.

Ella río pero no podía darse el lujo de perder la compostura.

- ¿En que campo te especializas?

- ¿Me ves bien? – volví a preguntar

- Si...

- ¡Tengo veinte años! ¡Entendelo! No sé nada. Sé algo de derecho penal, nada más. (no iba a decirle que sólo sabía dónde quedaban los juzgados y que había un Código )

- Mirá. Tenemos un puesto de procurador

- No pretendía otra cosa...

- Bueno, voy a pasar el resultado de la entrevista a los socios y tendrás noticias nuestras.

- Gracias

Ser procurador era ser un pinche, sólo que eran dos palabras de dos mundos diferentes, el público y el privado. A la semana entré a trabajar a Filkenstein y asociados.

Como no podía ser de otra manera, mi primera tarea consistió en volver al Juzgado. Me tomó por sorpresa creí que nunca volvería a ver a Gomila y a Su Señoría.

Caminé sin mirar dónde pisaba. Por momentos tuve buenos recuerdos, pero al pasar por delante del puesto de diarios y ver a Oscar supe que algo había cambiado. Aquellos comentarios simpáticos que nos decíamos habían desaparecido. Me miró como a un amigo lejano al que tratamos de esquivar con nuestra mirada para no saludar. Continuó acomodando diarios, como si mi ausencia hubiese dañado nuestra confianza. Entré al tribunal y el gris de las paredes volvió a entristecerme. Los trajes marrones y beiges, los colores opacos y la sensación de antigüedad volvieron a recordarme a aquel Salaberry arrumbado. Al entrar a la secretaría vi a dos chicos que trabajaban conmigo. Eran Martín y Ariel. Habíamos compartidos algunas horas en esa mesa de entradas. Pero no parecieron reconocerme:

- Hola; ¿que tal? – dije intentando un acercamiento

- Que tal. ¿Número de causa?

- 22.345 – dije intimidado por la indiferencia-

Apareció Guiraldes, quien me había ofrecido el trabajo con el carro. Lo miré a los ojos pero tampoco pareció reconocerme.

- Doctor. ¿Como le va? – dije con naturalidad

- Bien Doctor, gracias- y se metió dentro de la oficina.

Nadie me recordaba. Habían pasado pocos meses. Si hubiese sido más tiempo no hubiese dudado en la razonabilidad del olvido; pero era tan poco. Sabía que no dejaba huellas; no era unos de esos tipos graciosos que permanecían en el recuerdo de la gente; ¡Pero que no recordasen nada me afectó! Entonces, a lo lejos, detrás de la puerta que daba al despacho de Gomila escuché un grito autoritario:

- ¿Salaberry usted es o se hace? Vaya al Juzgado de vuelta y lleve todas estas causas que me trajo. Se equivocó de montículo; estas son de otro juzgado!

Se escuchó un portazo. Me encontré con Salaberry. Alberto Salaberry. Salió con el carro cargado de expedientes por la puerta que estaba a mi lado.

- Salaberry, comprame unos puchos en la esquina- le dijo Martín, uno de los oficiales que estaba en la mesa.

- ¡Si Doctor! Enseguida

Alberto tenía el aspecto de ser un pusilánime. Pasó a mi lado sin siquiera mirarme. Mi reacción fue inmediata. Lo seguí. Bajamos en el mismo ascensor y al salir a la calle Uruguay con su carrito a cuestas pasó por delante del diarero. Le hizo una pequeña reverencia y Oscar lo saludó de mala gana. Como su sombra, caminaba detrás de él. El diarero hizo un comentario por lo bajo a un comprador: “¡Este chico era tan simpático! ¡Parece otra persona!”

Tuve ganas de gritar: “Hola. ¡Soy yo! ¡Ese es otro Salaberry!” Oscar volvió a ignorarme con su mirada. Alberto caminaba desalineado. Luego pasó por la esquina donde el policía custodiaba vaya a saber qué. Lo saludó con énfasis pero Alberto le devolvió el saludo de mala gana. El policía negó con la cabeza dos veces, como si estuviese disconforme con la respuesta a su saludo. Cuando pasé a su lado el policía no me saludó. Me miró fijo a los ojos y bajó su mirada. Alberto chocó con su carrito a un abogado y el abogado lo insultó de mala forma. Alberto siguió su camino y entró al Juzgado. Yo apuré mi paso.

- ¡Salabeerry! ¡Volviste! ¡Te llevaste la pila equivocada! Así Salaberry no vas a hacer carrera en la justicia nunca! - dijo alguien

- ¡Disculpe Doctor!

- ¡No se disculpe! ¡Es un chiste! Antes era mas sociable usted. ¡Se ha convertido en un tipo apagado!

- ¿Que quiere? ¡Estoy harto de la justicia! Parezco un esclavo- dijo

- ¡ La verdadera vida está afuera, en los grandes estudios. ¡Ahí debería estar usted!

Alberto no prestó mucha atención y se marchó. Yo decidí no seguirlo, me quedé pensando.

Me costó entenderlo pero logré saber qué había pasado. Yo, el otro Salaberry, era confundido por aquel otro. Luego de meses escondido, y con un nuevo pinche llamado igual, la gente me olvidó y yo pasé a ser Alberto Salaberry. Los rostros se olvidan con sencillez. El policía y Oscar verían pasar a Alberto tapado de expedientes de tal forma que su rostro permanecía oculto. Al tiempo lo verían con el carrito, pero el recuerdo de mi rostro se había borrado de sus recuerdos. Sólo recordarían algo seguro: “ ¡Ese cargado de expedientes es Salaberry!”.

Mi existencia en el Juzgado 10 había sido removida, falseada. Siguieron escuchando mi nombre durante meses pero nadie notó que se referían a otra persona. Había sido borrado de la memoria colectiva de la zona de tribunales. Todos los que me habían conocido me habían olvidado.

Habían logrado su cometido: nadie querría entrar a la justicia conociendo a Alberto Salaberry; y los que habían conocido a Justiniano Salaberry ahora cambiarían de opinión al ver a esa especie de doble.

Dejé de pensar en aquella etapa de mi vida. En Filkenstein & Asociados estoy haciendo carrera. El año que viene me gradúo y tengo una novia de lo más linda. La juventud que siempre es elogiada resultó una mierda para mí. Pero el tiempo reacomodó todo. Sin quererlo, Alberto Salaberry me ayudó mucho. En aquellos días que convivimos hubo una transmutación y yo pasé a tener buenas notas y dejé de ser un pinche. Ahora soy alguien.

No sé si yo tomé su destino o él el mío. Lo que si sé es que nunca más olvidé a Alberto Salaberry.

Comentarios

Nadia Vitola ha dicho que…
si!!!!!!!!!!!!
Anónimo ha dicho que…
Que bueno che, me gustó mucho. Muy interesante.
Te felicito!

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