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La decision inesperada de Jacinta Correa

Cuando el sol se puso sobre su cabeza, en ese límite invisible que divide la mañana de la tarde, Jacinta Correa creyó entender todo.

Debía ser Octubre, y debía ser diecisiete porque varias personas exclamaban “¡Que día peronista!”. Jacinta no estaba en la Plaza de Mayo vitoreando al general o a uno de sus sucesores, sino que estaba en las gradas de la cancha de Polo de Palermo.

El calor se arrastraba por las tribunas y recalentaba las colas paquetas de los espectadores. Era un martes, y ella disfrutaba de ser una de esas personas galardonadas con el don de no tener que trabajar para ganarse la vida. No sabia lo que era una oficina o una obra; podía darse el lujo de ir a ver polo sin preocuparse por nada más que de asegurarse de respirar.

El calor le daba directo a las neuronas y sus recuerdos reverberaron en su cabeza, la cual se ladeó hacia un costado para apoyarse en la palma de su mano derecha. Parecía que miraba el partido, pero ese mediodía las palabras de aquella tarde eclosionaron en Jacinta.

Ese mediodía el sol se posó sobre ella. Para muchos podría tratarse de una nimiedad, como lo es el vuelo de un pájaro; las campanadas de una Iglesia o hasta un sueño nebuloso, pero para otros, en un plano mas elevado, puede significar la mirada de Dios .

                                                ………………………………..

Estaba a seiscientos kilómetros de Buenos Aires en el pueblo de Coronel Pringles. Su mejor amiga la había llevado el fin de semana a ver a Indalecio Almada, el vidente de la zona que vivía a treinta kilómetros del campo que la familia Ortiz Irigoin tenía allí. 

Jacinta miraba el paisaje que pasaba a toda velocidad a su costado. Había pasto; pasto y alambre. De vez en cuando se veían, gauchos recios y curtidos por la soledad, que saludaban cada vez que Leticia les tocaba bocina. Era una herencia familiar, saludar sin saber a quien; siempre le causó gracia que todos levantasen su mano y sonriesen sin saber a quien. El porteño nunca entiende que no hace falta, saludar es educado y cuando no vez nadie durante días es hasta entretenido.

En el auto sonaba una canción. Era Folklore. Ambas eran enamoradas de ese género musical que habían aprendido a escuchar en sus casas, donde la tradición argentina del mate, el folclore y el vino se vivía sin miedo, orgullosos. Sonaba una zamba y contaba de una madre que escribía a su pequeña hija recién nacida. Era un tema sentido y Jacinta se emocionó: “Quise hacerla bien sencilla, dos o tres tonos nomás, para que puedan tus manos acompañarla al cantar”. La emoción la invadió. No era una mujer sensible pero los años la iban transformando, como a toda mujer. La maternidad venía al galope tumbando excusas.

Había un mate junto al freno de mano. Jacinta iba cebán, poco a poco, con mucha calma  y sin apurarse para darle lugar al dialogo. También llevaba varios libros que empezaría a hojear en el campo, ya que después de ver a Indalecio Almada aprovecharían tres días de descanso. Las dos tenían el mismo libro, un best seller llamado “Eat pray and love”. Ambas leían inglés. La historia no era consistente, uno de esos libros de moda que rellena momentos pero nunca da respuestas.  Así, quizás, nació la idea de ver a un vidente.

A pesar de andar por el campo desde pequeñas, nunca dejaban de sorprender a los habitantes de la zona, ya sea por sus maquillajes; sus zapatos o cuando decían a los peones del campo la palabra “Sory”. Pero, hay que reconocer que cuando se prendía un fogón y una guitarra se posaba sobre sus pechos, el acento de sus zambas y chacareras eran tan autóctono como el yaguarete;  el perro cimarrón y como que la hijas de los patrones siempre despertaron pasiones entre el peonaje.

Unos alguaciles se estrellaban contra el parabrisas y yacían sobre el capot de la camioneta. El calor no parecía molestar a los gauchos que seguían trabajando. Algunos arriaban ganado y otros sembraban, pero arriba de un tractor confundían distraído, como lo puede hacer porteño disfrazado de gaucho, con espuelas de plata y camisa Ralph Lauren.  La vida del campo era atractiva a las almas silenciosas, a Jacinta le gustaba mucho. Amaba la docilidad de la tierra, su apego al tiempo y la manera de vivir cada pequeña cosa que la naturaleza le ofrecía. También pensaba que podía ser una vida muy chata. Al pensar en esa palabra se dio cuenta que su vida en la ciudad también podía serlo. A pesar de estar rodeada de lujos, dinero, campo, hombres de polo y demás, su vida era liviana como la vida de aquellos alguaciles.

Indalecio vivía en el pueblo de De la Garma. Los silos abandonados como los viejos en el geriátrico, mostraban el potencial agrícola soñado que nunca fue. El viejo bar, almacén del pueblo, no tenía más de dos visitantes por día, a veces eran sólo sus dueños que se sentaban en las mesas para disimular el vacío. Luego estaba la estación de servicio con dos expendedores, y uno sin funcionar desde los años noventa. La casa del vidente era la última de la civilización, si a esas diez manzanas podían llamársela así.

La ventana de su pieza daba al campo llano. Había sido una casa de adobe, de las primeras de la zona. Era un vidente conocido pero falto de clientela, la gente del campo no anda preocupada. Las expectativas de los pobladores de De la Garma eran pocas: tener esposo o esposa y unos críos. En ese pueblo, el futuro tan sólo era el día de mañana. Tocaron a la puerta. El perro de Indalecio despertó asustado ante los perfumes tan refinados de aquellas mujeres, la puerta se abrió con lentitud y un hombre grande, de unos setenta u ochenta años, achinó sus ojos para mirarlas bien sin dejar de lado la amabilidad campechana:

- ¿Sr. Indalecio?

- Si…

- ¡Como está! Vinimos a verlo desde lejos. Nos dijeron que ve el futuro – dijo Leticia y Jacinta la miró extrañada porque ella no iba exactamente para ello sino por curiosidad

- Mire Ud…..- dijo en in tono muy bajo

Al pasar descubrieron que la casa de adobe aquella era una especie de loft rural, ya que no había más que un espacio grande. Allí contra la ventana se veía la cama. Una biblioteca repleta de libros, una mesa que se sostenía con cuatro patas enclenques, una pava y un mate. Indalecio les arrimó una silla a cada una y posó sus ojos sobre el libro que Leticia había bajado del auto:

- ¿Qué estás leyendo?

- Eat pray ando love - dijo con naturalidad en inglés.

El vidente no respondió ni hizo ningún comentario. Jacinta hubiese preferido que lo dijese en español pero ya era tarde.

- Mire Indalecio, mi amiga Jacinta anda medio preocupada y le gustaría saber qué será de su vida, por eso la traje. – dijo – Así que los dejo solos. Yo me voy con mi libro al auto

Y sin más se retiró. Entonces, quedaron los dos solos. Indalecio tenía una mirada profunda, poseía ese comportamiento que tienen los hombres experimentados, que saben que nada pueden hacer por ganarle un minuto a la vida y por eso se toman todo con calma. Llevaba una vestimenta de trabajo y un sombrero de ala ancha. Tomó a Jacinta de la mano. Ella noto la callosidad y el peso de esas manos trabajadoras. Su mirada intimidaba a Jacinta que no podía sostenerla, aunque notaba que le trasmitía serenidad.

- No es que esté preocupada, pero tengo algo de intriga por mi futuro. No es miedo como dice Leticia. No. Solo me gustaría escuchar que voy a ser normal, que voy a tener hijos, un marido y hasta una casa. Si sólo escuchase eso dormiría más tranquila.

Jacinta era una muchacha concreta. No andaba con vueltas. Indalecio la miró con cariño, como si la que estuviese enfrente fuese su pequeña hija.

- Tienes las manos muy limpias… - dijo con serenidad.

Ella se extrañó un poco de la respuesta y se miró la palma de las manos. Eran manos suaves, con dedos largos. Hubiese sido una buena pianista de haber tenido docilidad en sus oídos.

- Las manos limpias –repitió-, y tus zapatos brillan como las estrellas en una noche despejada.

Jacinta seguía desconcertada.

- Deberías ensuciarte más- dijo y se puso de pie para espiar por la ventana.

De espaldas pudo verlo mejor y encontró que Indalecio tenía sus ropas sucias y su piel resquebrajada por el sol pero su sonrisa era tan luminosa que su pelo y sus manos no importaban.

- Está caluroso el día…. Vamos afuera a tomar un poco de aire. Tu amiga se puede entretener con ese libro…

En el jardín de su casa había muchos frutales. Tomó unos duraznos del árbol y le dio uno a Jacinta. Él dio el primer mordisco y el jugo de la fruta le dejo su pera mojada.

- Mis frutales y mi huerta han sido un regalo a mi vida. No tuve hijos, pero cada día cuido cada árbol como si pudiesen darme uno.

La huerta tenía toda clase de verduras y los colores de ellas conformaban un colage de aromas y sabores.

- Me dijiste que querías dormir tranquila…

- Si, si, eso mismo le dije- respondió Jacinta que pareció emocionarse con la vuelta al dialogo, porque hasta ahora sentía que la charla de su jardín de nada le servía.

- Para dormir tranquila debes vivir con menos tranquilidad. Debes ensuciarte más las manos, embarrarte más los pies, acá en el campo te diría que “montes a pelo”, sin seguridades, que te largues a vivir.

- Me parece que no entiendo a qué se refiere…

- No sabría explicarte todo, mi vocabulario es escaso…

- Es que siento que me falta largarme, es verdad, vivir más, salir a conocer el mundo…pero; ¿Qué me quiere decir con embarrarme?

- Vivir sin miedo a ensuciarse, correr sin miedo a caer, enamorarse sin miedo a equivocarte. Estás muy limpia, contenida por tus miedos a fracasar, por tus miedos enamorarte del hombre equivocado, que esté fuera de tus paradigmas sobre lo que el hombre debe ser...

Jacinta empezó a entender.

- ¿Te gusta cocinar?

- No lo sé, nunca lo hice

- Cuando cocino con mis verduras sacadas de mi huerta, siento que vivir tiene muchos secretos. Elegir mi comida, ganarla con mis manos, poner esfuerzo para que las verduras crezcan y luego admirarlas en su madurez me hacen sentir realizado. ¿Alguna vez tuviste miedo de no tener que comer?

- No, nunca.

- Quizá, mi hija, no sea necesario tanto, pero para valorar cada aspecto de la vida debemos tener miedo de perderlo aunque sea solo un segundo.

- Entiendo.

- Hay un hombre que te está esperando…

Indalecio miró la inmensidad del campo sin decir nada.

- Está cerca, pero está lejos también.

- ¿Quién es?

- No sabría decírtelo. Pero debes despojarte de todo. Estas muy ocupada y sin ocupación al mismo tiempo

- ¿Cómo dice?

- Tienes tu tiempo, tu vida repleta de nimiedades, de fiestas, ruido y noches pero no tienes a nadie al lado. Ese hombre no es de esos lugares. Te espera, pero vos lo buscas por lugares equivocados. Verás: la felicidad esta regada de caminos angostos. Si se empecina hija en enfocarse en el dinero, la noche y la vida aparente, no encontrará a ese hombre.

- ¿Y donde lo voy a encontrar?

- Deberás caminar mucho y para eso debes estar descansada sin perder el tiempo en esos otros hombres que sueñas.

- Creo entender algo…

- ¿Crees en Dios?

- Si

- Pues cree más. Lo ofendes con tan poca Fe. Háblale

Esas palabras la dejaron perpleja.

- Ahora dejemos esto acá y ver a verme en dos meses.

En el viaje de regreso, las amigas no cruzaron ni una palabra. Jacinta miraba hacia la llanura pensando qué era lo que quiso decirle Indalecio. Los meses siguientes a esa visita se la paso visitando iglesias de Buenos Aires. Se sentaba frente frente a la cruz. No decía nada aunque no dejaba de pensar en su vida, sus expectativas y todo aquello que quería lograr. Por las noches se había acostumbrado a no dormir y por lo tanto, durante el día siempre estaba cansada.

Frente a las imágenes de Jesús descubría que lograba encontrar una serenidad que no tenía, y así, las visitas se hicieron más frecuentes. Salía de su casa a la mañana bien temprano y a las nueve ya estaba sentada frente a su imagen predilecta en la Iglesia de San Martín de Tours. Las horas volaban, y si en los comienzos le pedía mucho, luego sólo lo contemplaba. Tantas visitas la hicieron fijarse en la Misa que los demás celebraban y quiso dar un paso más. Empezó a asistir. Y así llego a una confesión, atropellada pero sincera, que la hizo comulgar luego de años.

El fervor se exteriorizó en su rostro. Estaba sonriente todo el día y ya no pensaba en nada más que Dios. Dejó de acostarse tarde y de ver a sus amigas, a quienes no extraño demasiado. Por primera vez, era feliz.

Una mañana, la vieja vida le empezó a pasar facturas y sintió que debía ir a ver un partido de polo en Palermo, donde viejas amistades iban a estar, en la cancha y en las tribunas. Hacia calor y a pesar de que miraba el partido, estaba pensando en algo que la tenía intrigada. Se había despertado en su interior la vocación, empezó a creer que Dios la quería para algo en especial. Ya no pudo dejar de pensar, le daba miedo, pero rezaba todos los días para hacer su voluntad.

Y así, frente a la cancha, se dio cuenta que esa vida ya no le pertenecía, que aquellos amigos eran parte del pasado. En la mitad del partido se fue. Quería hablar con un sacerdote que había conocido. Nunca más regreso a Palermo.

Hace tres años que vive en el Convento de las Benedictinas en Beccar, San Isidro. A veces, Leticia la visita y Jacinta vuelve a hablar de polistas, de la noche y de temas irrelevantes. Pero lo hace para ser educada con su amiga a quien tanto quiere, pero cuando el tiempo de visita termina, ella vuelve a encerrarse en los interiores del convento, donde también tiene una huerta y dos limoneros a los que trata de cuidar con la misma pasión que Indalecio cuidaba sus frutales. Cada vez que remueve la tierra y siembra algo nuevo en su huerta se pregunta si Indalecio era un simple campesino con un don especial o solo era Dios disfrazado.

Comentarios

Nadia Vitola ha dicho que…
NO sabia que habias publicado! Ya me pongo a dibujar!!!!!

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