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Un día de suerte para Salaberry

PRIMERA PARTE


Cuando salí del colegio creí librarme de esa tensión que me invadía al descubrir mi poca importancia en el mundo. Un tal Sócrates ya había dicho: “Solo sé que no sé nada”. Yo hubiese remodelado la frase: “Solo sé que no soy nada”.

Y entiendo que Sócrates haya pensado de esa manera; él no debía estar preocupado por ser alguien; su ser estaba condicionado a la existencia. Hoy todo es diferente, con existir no alcanza; hay que poseer y eso determina quienes somos en realidad.

Cuando entré a trabajar a los tribunales de justicia de la capital federal todos me llamaban a mis espaldas “El pinche”. Así era el sobrenombre de los impúberes granulientos, peinados con gomina y de rostro asustado. No recibíamos dinero, ni teníamos obra social; menos aún derechos. Descubrí que la tiranía de los profesores y de los padres era infantil al lado de la que ejercían mis jefes.

Yo no era granuliento ni me peinaba con gomina. Tenía las patas flacas como un tero y la espalda angosta y frágil como un sauce. Mi cara tenía esa confusión de rasgos que aún no se animan a asentarse.

El secretario Gomila era un tipo temeroso. Siempre estaba tapado de expedientes en su despacho. Adoraba darme órdenes: “Salaberry vaya a comprarme los remedios a la obra social...”; “Salaberrry vaya a la casa de su Señoría que se olvidó sus anteojos”, “¡Salaberry cosa expedientes!”; “¿Salaberry, donde está ese archivo?”; “¡Salaberry vaya al sótano!” De haber hecho la colimba hubiesen dicho: ¡Salaberry cuerpo a tierra!. En la universidad me decían: “ Está en la facultad Salaberry, deje de hablar!”.

La libertad es una utopía, siempre tenemos un pie pisándonos la cabeza. Cuando creo que estoy solo y asomo mi cabeza del pozo en que tratan de hundirme los demás, siempre sale alguien, cualquiera, para decirme: “ ¿A donde va Salaberry?

Mi nombre es Justiniano Salaberry. Soy un pinche. En la universidad nadie recuerda mi nombre, salvo algún profesor que me explica que tengo la obligación de honrar con mis estudios a aquel gran jurista llamado Justiniano. “Si sigue así usted va lograr disociar el nombre Justiniano con el de un jurista”, me dijeron un día.

Cuando ingresé a tribunales me puse un traje impecable. Quería deshacerme de las viejas prendas y pasearme con mi apariencia abogadil. El doctor Gomila fue tajante: “Pibe, dejá tus trajes en el armario y saca el overol, acá sos un obrero”. Al día siguiente comencé a visitar el archivo del juzgado. Era un sótano asqueroso, inundado, con olor a humedad y algunas ratas merodeando. Empecé a coser expedientes.

Aquella mañana había llegado con el tiempo justo. Me metí en el baño con urgencia y me senté en el inodoro. La tabla no soportó mi peso y se partió. No es que sea gordo, era una tabla de mierda, vieja y resquebrajada como la justicia. Maldije unos instantes, y al no creer que era algo grave, salí del baño con la tabla en mi mano en dirección al despacho de Gomila: “Disculpe doctor, quería avisarle que se me rompió la tabla. ¿Ve?- le mostré: “¡Debo andar con algo de sobrepeso!”- dije entre risas.

- ¿Rompió la tabla? – y abrió sus ojos de sapo- Esto es inconcebible. ¡El pinche rompe la tabla del inodoro! Ahora la gente que quiera hacer sus necesidades va a apoyar su culo en ese inodoro sucio; y encima: ¡Se le va a helar el orto porque Salaberry rompió la tabla! – dijo a los gritos

No me dejó decir nada. Por desgracia me ofrecí a traerle una tabla nueva a pesar que no era mi obligación. ¡Todo se rompe tarde o temprano! Cuando el día siguiente todos me vieron entrar con la tabla bajo mi brazo rieron a carcajadas.

- ¡Salaberry! ¿Qué hace con esa tabla? – me preguntó Gomila.

- Le dije que yo me hacía cargo y usted estuvo de acuerdo...- dije confundido.

- ¡Por Dios Justiniano! Lo estaba cargando... – me dijo Gomila

Yo sabía que no era así. Era un psicópata; pero era mi jefe. Esa mañana pensé en renunciar pero no lo hice. Debía demostrar que podía hacer aquel trabajo. La carrera judicial era una buena oportunidad para un joven de clase media como yo.

Pero las oportunidades aparecieron. El prosecretario Guiraldes, que debió haber notado una pizca de ingenio en mi mirada, me ofreció un nuevo trabajo: “Usted Salaberry todas las mañanas se va a encargar de llevar las causas que remitimos a otros juzgados. Los va a llevar en ese carrito...” – dijo al señalar un trasto viejo con ruedas arrumbado en un rincón.

No parecía algo de gran importancia pero eso me posibilitaba ver el sol por las mañanas y huir por unas horas del encierro del sótano, los gritos de Gomila y esas caras recias y soberbias de los abogados pidiendo sus causas en el mostrador.

Siempre fui una persona educada. Es algo que mis padres me enseñaron de niño. Por eso, cuando empecé a recorrer las calles con mi carro, conocí a mas gente que en toda mi vida: al policía que custodiaba la entrada del juzgado, a otros pinches de otras secretarias, al tipo que tenía el puesto de diarios en la entrada; a muchos que deambulaban por los edificios de tribunales relojeando minas por los pasillos y muchos más. No sé por qué pero adquirí algo de notoriedad como si formase parte de un engranaje de la sociedad donde todos tenían una función.

Una mañana que entraba por la calle Lavalle al juzgado, el diarero me saludó. Hablábamos mucho de fútbol y nos cargábamos con ironía cuando nuestros equipos perdían, era de lo único que podía hablar con él, como con el policía de la esquina. En cambio, con los otros pinches hablaba de la facultad y de las materias que debíamos dar aún. Con cada uno tenía un tema de conversación. A lo que iba era que, esa mañana, entraba Su Señoría delante de mí caminando de frente hacía la puerta del juzgado. Oscar, el diarero, me saludó a los gritos, y cuando vio a mi jefe, no dudó en darme una mano, como si el piropo de un diarero ayudase a un abogado: “ ¡Que empleado tiene Dotorrr! ¡De lo más inteligente que he visto en Tribunales en los últimos años!”. Su señoría me miró de arriba abajo. Descubrí en su mirada que no tenía idea de quien era en realidad. Sonrío a Oscar y me saludó por primera vez en meses. Nunca me había sentido tan estimado.

Esa mañana de invierno fue igual a todas. El frío se colaba por las ventanas rotas del edificio y no había estufa que lo pudiese combatir. Yo estaba por salir con mi carrito; que me asemejaba más a un cartonero que a un abogado, y sin imaginarlo me llamó Gomila: “Lo mandó a llamar Su señoría”. Me miró con desprecio, como si mantener contacto con su superior fuese a carcomer su débil autoridad. Salí de la secretaría y vi que un tipo de ordenanzas estaba colocando mi tabla en el inodoro. Me sentí estafado. Antes de entrar a ver a Su señoría me juré no dejar las cosas así. Gomila me había dicho que era una cargada, por lo tanto: ¡Esa tabla era mía!

Cuando ingresé a su despacho me recibió como si fuese importante. Estaba con un traje príncipe de gales y corbata y pañuelo haciendo juego. Era petiso; ¡En tribunales hay muchos petisos! Parece existir una relación oculta entre la estatura y la capacidad para ser prepotente. Me señaló con la mano abierta la butaca que recibía a los ilustres visitantes:

- Siéntese por favor. ¿Quiere un café?

- No Su Señoría, gracias.

Él se río. Me miró con ternura, como si fuese su hijo.

- No me llamé así por favor. Estamos en confianza...

- (...) – no supe que responder porque si decía que lo estábamos podía dar una mala impresión.

- Lo llamo porque esta mañana noté que tiene muchas amistades en el edificio. El diarero, el policía de la esquina; y el otro día lo han alabado mucho en otro juzgado por su buena disposición al trabajo. Es llamativo...

Yo no entendía a donde se dirigía con ese comentario. Por eso lo dejé continuar. Estaba algo turbado por la tabla del inodoro: “¡Es mía! ¡Voy a arrancarla y llevármela bajo el brazo hoy mismo!”, me repetía mientras me hablaba Su Señoría.

- Es llamativo que esté siempre bien predispuesto para coser expedientes, para traer mis anteojos, los remedios de Gomila. ¿Nunca hay nada que lo moleste?

- No entiendo bien su preocupación Su señoría. – dije

- Salaberry. ¿Ese es su nombre, no?

- Si. En realidad es mi apellido.

- Usted hace todo con humildad y nunca cuestiona nada. ¡Esto es Argentina Salaberry!- dijo levantando su tono - ¡Hay que cuestionar! ¡Hay que enojarse! ¡Hay que poner cara de culo! ¡Si usted está siempre contento con las tareas que le damos el sistema no funciona! ¿Entiende? – me dijo apoyando su codo en el escritorio.

- No entiendo...- dije confundido. Su tono de voz comenzaba a molestarme

- No entiende... No entiende - repitió burlonamente -. Esto es como el servicio militar, si abusamos de los pinches es para que lo noten todos. Deben enterarse de nuestra tiranía. Tienen que entender lo inevitable que es nuestra autoridad. Por mas estúpida que sea la orden usted debe resongar, debe maldecir.

- ¿Por qué?

- Porque si hace todo con ganas – dijo poniéndose de pie y elvantando el tono de vuelta- los demás lo notarán y recapacitarán sobre sus comportamientos y pensarán: ”¡A Salaberry le piden esto; le gritan; lo maltratan y siempre con una sonrisa! Y al poco tiempo todos creerán que estar sonrientes es una alternativa. ¡Y eso es contagioso Salaberry! Miles de tontos como usted querrán tener futuro judicial y estarán dispuestos a aguantar malos tratos con una sonrisa estúpida en su rostro. – luego se sentó y bajó su tono- En cambio, si usted tiene una mala percepcion de este sistema y contagia esa idea al resto, serán menos los que se acerquen a él, y así, nuestros hijos tendrán sus lugares asegurados.

Por un momento creí entender su lógica. Pero entre la tabla y su tono de voz que no me gustaba nada me había perdido.

- Si Gomila le exige comprar la tabla del inodoro y usted es tan pelotudo que va y la compra me pregunto yo: ¿Es un pelotudo o me toma por pelotudo a mi? Y cuando veo que el diarero lo saluda y lo venera de tal manera como nadie me ha venerado a mi en años, pienso: “¡Este tipo no es tan pelotudo!” Por eso, hagámosla corta: ¿Quien es usted...- dijo mientras repasaba mi nombre en una hoja- Justiniano Salaberry?

- Creo que no lo entiendo bien Su Señoría

- Ahí está. Se hace el boludo, por eso me llama Su señoría...

- No señor.. permítame...

- No hablemos más. Usted es muy peligroso para el sistema... ¿Ha hablado con alguien sobre este tema?

- Con nadie señor. – dije pensando que a nadie le interesaba una tabla y un diarero.

- Muy bien. Si quiere seguir con nosotros permanezca en silencio. Pronto tendrá un ascenso y dejará de ser pinche. ¿Esta contento?

- No del todo.

- ¿Cómo dice?

- Que hay algo que no tolero y es la mentira... –dije con seriedad

- ¿A que se refiere Salaberry? Tenga cuidado con la carta que juega...

- Mire... ¡Me han mentido! Gomila me dijo que lo de la tabla era una cargada. Pero vi recién que la están colocando. Detesto que me tomen el pelo

- No entiendo

- ¿No entiende? ¡Mejor que me devuelvan esa tabla urgente! – dije algo enojado y frunciendo mi rostro. Estaba harto de que me tomasen por estúpido.

- Salaberry no siga. Un poco de estrategia está bien, pero por más que conozca algunos secretos hay un camino que recorrer. No quiera subir tan rápido. Ahora se hace el que está enojado por la tabla. Ya sé que es una mentira; es parte de su nueva estrategia. ¡No siga!-

Esa misma mañana me fui con la tabla bajo el brazo. A partir de ese día Su Señoría comenzó a saludarme y a preguntarme por mis estudios. Gomila siguió dándome órdenes de lo más estúpidas, pero luego me llegó un ascenso que sorprendió a más de uno. Yo no sé bien qué me quiso decir Su Señoría, a veces parece que existen cosas ocultas, secretos. No las conozco bien, por eso soy un pinche, pero pinche y todo, la tabla me la llevé a casa esa misma mañana.

Continuará.....

Comentarios

Nadia Vitola ha dicho que…
YA me pongo a dibujar!!!!

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