En Adalberto Gandulfo residía el anhelo de contemplar la llanura inconmensurable, de posar sus ojos en el horizonte infinito de La Pampa. Sus raíces criollas no se habían evaporado con el paso del tiempo, y como el perro que abandona la casa de su dueño para morir, él lo hacia para encontrar su vida.
Su tatarabuelo, José Fructuoso Rivera, fue uno de los más célebres baqueanos que dio el Río de la Plata. Adalberto aún conservaba los dones del oficio, pero la vida no le daba la oportunidad de mostrarse, ya no había ni pampa ni llanuras. También llevaba la música en la sangre; herencia de los Gandulfo.
Se vistió de manera cómoda, sin pensar en mujeres, ni en espejos. Una boina, alpargatas, su bombacha; y emprendió nomas el viaje .
Manejaba sereno y en una de esas miradas al espejo retrovisor, comprobó como desaparecían las ojeras que lo acompañaban desde hacía una década, cuando creyó que entrar a aquel bufete de abogados, iba a cambiarle la vida. Estaba saturado de los “casualdays”; de los “breaksstorming”; de los "closes". Le producía violencia el constante bastardeo de su lengua con términos gringos. Recordó la letra que decía:
Manejaba sereno y en una de esas miradas al espejo retrovisor, comprobó como desaparecían las ojeras que lo acompañaban desde hacía una década, cuando creyó que entrar a aquel bufete de abogados, iba a cambiarle la vida. Estaba saturado de los “casualdays”; de los “breaksstorming”; de los "closes". Le producía violencia el constante bastardeo de su lengua con términos gringos. Recordó la letra que decía:
"Santiagueño no ha de ser el que obre de esa manera despreciar la chacarera por otra danza importada eso es ver la mancillada a nuestra raza campera"
Se concentraba en todas las oportunidades que su nueva vida le ofrecía: volver a cantar en alguna peña; disfrutar del sol por las mañanas; tener tiempo para leer. Sin duda eran cosas simples, pero a veces parecen lujos inalcanzables.
Adalberto cantaba muy bien. En las peñas de Buenos Aires las mujeres que lo escuchaban quedaban sin habla, como el gaucho dejaba mudo con su facón, al cajetilla que se animaba mirar a su china.
San Antonio de Areco era su lugar en el mundo. Lo primero que hizo fue visitar la pulpería. Allí habían entrado cientos de gauchos en el siglo XIX en busca de una caña. Bajó del auto y se quedó unos segundos mirando unos chimangos que hacían vuelos rasantes mientras sus pechos se humedecían con el rocío de la mañana. "El campo tiene un sonido propio y la ciudad sólo hacía ruido", pensó.
Se concentraba en todas las oportunidades que su nueva vida le ofrecía: volver a cantar en alguna peña; disfrutar del sol por las mañanas; tener tiempo para leer. Sin duda eran cosas simples, pero a veces parecen lujos inalcanzables.
Adalberto cantaba muy bien. En las peñas de Buenos Aires las mujeres que lo escuchaban quedaban sin habla, como el gaucho dejaba mudo con su facón, al cajetilla que se animaba mirar a su china.
San Antonio de Areco era su lugar en el mundo. Lo primero que hizo fue visitar la pulpería. Allí habían entrado cientos de gauchos en el siglo XIX en busca de una caña. Bajó del auto y se quedó unos segundos mirando unos chimangos que hacían vuelos rasantes mientras sus pechos se humedecían con el rocío de la mañana. "El campo tiene un sonido propio y la ciudad sólo hacía ruido", pensó.
Se ubicó en una mesa contra el rincón, y al mirar por la ventana, se encontró con una llanura sin fin. Los rastros de civilización no daban señales de vida. No escuchó más al chimango, ni al silencio, y los colores perdieron su fuerza. Fueron instantes nebulosos que Adalberto vivía con frecuencia, sobre todo, cuando cantaba una chacarera vieja y sus sentidos retrocedían en el tiempo. Y así le sucedió esta vez, y no sólo con sus sentidos.
Detrás de la barra enrejada estaba parado un hombre de rasgos gruesos, con la barba sin afeitar y la piel curtida. Sus ropas estaban sucias. Sus codos se apoyaban en el mostrador.
Miró levemente con los ojos achinados a su extraño visitante.
- ¿Qué toma?- dijo sin muchas amabilidad
La pregunta lo tomó desprevenido.
- Lo de siempre.- respondió tratando de salir del paso.
Escondiendo una mano debajo de la barra sacó un vaso y lo lleno de un líquido turbio olvidado en una botella vieja.
- Acá tiene su caña…-
Gandulfo pensó que podía estar cargándolo pero su mirada no reflejaba ningún ánimo de broma.
- Gracias. -
- Las tropas del Comandante están por la zona. Buscan traidores, sabe?...- soltó el pulpero
- No encontrarán a ninguno por acá – contestó.
- ¿Y porque no lleva la divisa punzó?
No era la primera vez que le sucedía, en sus cantos primero y ahora en su opera prima, su escape de la ciudad, su presente se esfumaba.
- Se me cayó en el viaje. Vengo desde Buenos Aires y el viento me jugó una mala pasada.
El pulpero le clavó la mirada sin creer lo que le decía. En el horizonte se levantaba polvo. Adalberto creyó que eran guanacos, después se dio cuenta que una tropilla se acercaba. El pulpero, sin moverse, sacó una cinta colorada y se la puso en su pecho. Lo miró fijo, casi con burlándose:
- Sólo me quedó una...-
Era una tropa de soldados federales, quizás en busca de salvajes unitarios. Adalberto se dio cuenta que sin la divisa punzó iba a terminar muerto. Eran seis o siete, no los contó. No se veían nada felices, dentro de la galera de ellos venía el jefe:
- Ese que baja del carro es Quiroga. Facundo Qui-ro-ga….- dijo lentamente separando las silabas.
Su entrada no fue lo triunfal que se imaginó.Era petiso y sus pelos estaban sucios y llenos de rulos como esos pajonales enredados que ruedan en el desierto empujados por el viento. Llevaba un chiripa y unas botas. Visto con ojos del siglo XXI parecía un arlequín, pero su mirada era asesina. Adalberto quedó fascinado con su presencia tan diminuta y tan imponente.Lejos de ser un prócer parecía un ciruja autoritario:
- Comida y bebida para mis hombres- exigió, y de un salto, el hombre que atendía que fue tan recio se transformó en un perro servil.
- Si mi Comandante. – dijo, y se puso a servir caña para todos mientras sacaba unas tortillas de maíz que tenía preparadas.
Los cuatro hombres que acompañaban a Quiroga comenzaron a mirar a Adalberto. Su ropa de campo era algo extraña y estaba muy limpia. De manera cinematográfica, se podría comparar con escena de Marty Mac Fly sentado en la barra, con su chaleco inflable, pidiendo una coca dietética. Algo desconcertante.
- ¡Este paisano se adelantó al carnaval! – exclamó uno
- Tiene cara de traidor…- se sumo el otro.
Gandulfo no los miraba.
- ¡Usted! ¿Donde está su divisa punzó? –lo interrogó el más agresivo.
Fue un instante, un destello de picardía que lo salvó:
- La llevo en el corazón, Señor...
Quiroga no lo miraba, pero Adalberto sabía que no hacía falta; estaba al tanto de lo que sucedía. –
- Debería tener cuidado porque podría terminar muerto por traidor…
- Lo tendré, Señor.
- ¿Y porque se viste así?
- ¿Así, como?
- Con esas alpargatas
- Me las regaló mi hermano que vive en la Banda Oriental. Allá son muy usadas.
La respuesta pareció convencerlos.
- ¿Y a que se dedica? ¿Qué hace por acá? ¿No será espía del General Rivera, no?- insistía el más agresivo que deseaba congraciarse con el Comandante entregándole carne fresca para que pudiese alimentarse.
- Soy cantante. Estoy buscando un lugar donde cantar.
Todo iba bien. Pero la voz de Quiroga se impuso al ambiente como un trueno que deja mudo a los chicos en una noche tormentosa.
- Una guitarra para este hombre. – ordenó Quiroga y el pulpero sacó una de debajo del mostrador.- Adalberto estaba sorprendido con todo lo que se podía encontrar debajo de un mostrador.
El Comandante fue hasta Adalberto y sin dejarlo de mirar a los ojos, le extendió la guitarra.
- Cante para nosotros.- dijo cortante.
Tragó saliva cuando tomó la guitarra en sus manos; pero no estaba nervioso. Era la primera oportunidad de despuntar su carrera artística. Y la emoción lo envolvió:
- Ante el Cris, ante el Cristo Redentor
- se arrodí, se arrodillaba un arriero
- Y rogá, y rogaba por las almas
- De los bra, de los bravos granaderos
- Eran se, eran sesenta paisanos
- Los sesé, los sesenta granaderos;
- Eran va, eran valientes cuyanos
- De corá, de corazones de acero.
Detrás de la barra enrejada estaba parado un hombre de rasgos gruesos, con la barba sin afeitar y la piel curtida. Sus ropas estaban sucias. Sus codos se apoyaban en el mostrador.
Miró levemente con los ojos achinados a su extraño visitante.
- ¿Qué toma?- dijo sin muchas amabilidad
La pregunta lo tomó desprevenido.
- Lo de siempre.- respondió tratando de salir del paso.
Escondiendo una mano debajo de la barra sacó un vaso y lo lleno de un líquido turbio olvidado en una botella vieja.
- Acá tiene su caña…-
Gandulfo pensó que podía estar cargándolo pero su mirada no reflejaba ningún ánimo de broma.
- Gracias. -
- Las tropas del Comandante están por la zona. Buscan traidores, sabe?...- soltó el pulpero
- No encontrarán a ninguno por acá – contestó.
- ¿Y porque no lleva la divisa punzó?
No era la primera vez que le sucedía, en sus cantos primero y ahora en su opera prima, su escape de la ciudad, su presente se esfumaba.
- Se me cayó en el viaje. Vengo desde Buenos Aires y el viento me jugó una mala pasada.
El pulpero le clavó la mirada sin creer lo que le decía. En el horizonte se levantaba polvo. Adalberto creyó que eran guanacos, después se dio cuenta que una tropilla se acercaba. El pulpero, sin moverse, sacó una cinta colorada y se la puso en su pecho. Lo miró fijo, casi con burlándose:
- Sólo me quedó una...-
Era una tropa de soldados federales, quizás en busca de salvajes unitarios. Adalberto se dio cuenta que sin la divisa punzó iba a terminar muerto. Eran seis o siete, no los contó. No se veían nada felices, dentro de la galera de ellos venía el jefe:
- Ese que baja del carro es Quiroga. Facundo Qui-ro-ga….- dijo lentamente separando las silabas.
Su entrada no fue lo triunfal que se imaginó.Era petiso y sus pelos estaban sucios y llenos de rulos como esos pajonales enredados que ruedan en el desierto empujados por el viento. Llevaba un chiripa y unas botas. Visto con ojos del siglo XXI parecía un arlequín, pero su mirada era asesina. Adalberto quedó fascinado con su presencia tan diminuta y tan imponente.Lejos de ser un prócer parecía un ciruja autoritario:
- Comida y bebida para mis hombres- exigió, y de un salto, el hombre que atendía que fue tan recio se transformó en un perro servil.
- Si mi Comandante. – dijo, y se puso a servir caña para todos mientras sacaba unas tortillas de maíz que tenía preparadas.
Los cuatro hombres que acompañaban a Quiroga comenzaron a mirar a Adalberto. Su ropa de campo era algo extraña y estaba muy limpia. De manera cinematográfica, se podría comparar con escena de Marty Mac Fly sentado en la barra, con su chaleco inflable, pidiendo una coca dietética. Algo desconcertante.
- ¡Este paisano se adelantó al carnaval! – exclamó uno
- Tiene cara de traidor…- se sumo el otro.
Gandulfo no los miraba.
- ¡Usted! ¿Donde está su divisa punzó? –lo interrogó el más agresivo.
Fue un instante, un destello de picardía que lo salvó:
- La llevo en el corazón, Señor...
Quiroga no lo miraba, pero Adalberto sabía que no hacía falta; estaba al tanto de lo que sucedía. –
- Debería tener cuidado porque podría terminar muerto por traidor…
- Lo tendré, Señor.
- ¿Y porque se viste así?
- ¿Así, como?
- Con esas alpargatas
- Me las regaló mi hermano que vive en la Banda Oriental. Allá son muy usadas.
La respuesta pareció convencerlos.
- ¿Y a que se dedica? ¿Qué hace por acá? ¿No será espía del General Rivera, no?- insistía el más agresivo que deseaba congraciarse con el Comandante entregándole carne fresca para que pudiese alimentarse.
- Soy cantante. Estoy buscando un lugar donde cantar.
Todo iba bien. Pero la voz de Quiroga se impuso al ambiente como un trueno que deja mudo a los chicos en una noche tormentosa.
- Una guitarra para este hombre. – ordenó Quiroga y el pulpero sacó una de debajo del mostrador.- Adalberto estaba sorprendido con todo lo que se podía encontrar debajo de un mostrador.
El Comandante fue hasta Adalberto y sin dejarlo de mirar a los ojos, le extendió la guitarra.
- Cante para nosotros.- dijo cortante.
Tragó saliva cuando tomó la guitarra en sus manos; pero no estaba nervioso. Era la primera oportunidad de despuntar su carrera artística. Y la emoción lo envolvió:
- Ante el Cris, ante el Cristo Redentor
- se arrodí, se arrodillaba un arriero
- Y rogá, y rogaba por las almas
- De los bra, de los bravos granaderos
- Eran se, eran sesenta paisanos
- Los sesé, los sesenta granaderos;
- Eran va, eran valientes cuyanos
- De corá, de corazones de acero.
La voz de Adalberto dejó asombrado al Comandante quien miró al más fornido y corpulento de sus soldados y de un rebencazo en la cara lo volteó de su silla.
- ¡Bárbaro insolente! La próxima ocasión que llames traidor a un hombre respetuoso de los Granaderos te mandaré a estacar y yo mismo te azotaré.-
Luego, se acercó a Gandulfo con una postura respetuosa y su tono de voz mas calmo.
- Usted hombre…- dijo a Adalberto - Tome sus cosas. Debemos partir hacia el Norte. Vamos a necesitar de su música. Una vez que ponga orden entre Latorre y Heredia, volveremos a Buenos Aires y lo presentaré en sociedad. ¡Las mozas cajetillas van a volverse locas!
El dueño de la pulpería miraba asombrado. Su guitarra se la llevaba Adalberto que no pensaba en nada más que en el comienzo de su carrera profesional. Olvidó su pasado y salió al galope en un caballo de la tropa. Adalberto Gandulfo se perdió en la polvareda.
Nunca más se supo nada de él. Existen crónicas en viejos manuscritos que hablan del cantante preferido del Comandante. Aún hoy, cuando las tormentas levantan tierra cerca del pago de Areco, leves sonidos musicales se escuchan en el horizonte.
- ¡Bárbaro insolente! La próxima ocasión que llames traidor a un hombre respetuoso de los Granaderos te mandaré a estacar y yo mismo te azotaré.-
Luego, se acercó a Gandulfo con una postura respetuosa y su tono de voz mas calmo.
- Usted hombre…- dijo a Adalberto - Tome sus cosas. Debemos partir hacia el Norte. Vamos a necesitar de su música. Una vez que ponga orden entre Latorre y Heredia, volveremos a Buenos Aires y lo presentaré en sociedad. ¡Las mozas cajetillas van a volverse locas!
El dueño de la pulpería miraba asombrado. Su guitarra se la llevaba Adalberto que no pensaba en nada más que en el comienzo de su carrera profesional. Olvidó su pasado y salió al galope en un caballo de la tropa. Adalberto Gandulfo se perdió en la polvareda.
Nunca más se supo nada de él. Existen crónicas en viejos manuscritos que hablan del cantante preferido del Comandante. Aún hoy, cuando las tormentas levantan tierra cerca del pago de Areco, leves sonidos musicales se escuchan en el horizonte.
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