Ir al contenido principal

La crueldad de la inocencia

El calor en Buenos Aires era sofocante, y moverse dentro de ella auguraba adentrarse en un mundo sudorífero y maloliente. Bajo el aire acondicionado de aquella sala nadie parecía pasar un mal momento, como si fuese una balsa en medio de un naufragio, los viejos y perdidos pacientes parecían desesperados por conseguir un turno tan sólo para evitar el calor. Sentada frente a una mujer de sesenta años repleta de alhajas, muy elegante, había un muchacho de dieciséis años. Se mostraba serio, y por momentos, levantaba las cejas como si sus pensamientos lo empujasen a expresar con su rostro lo que no hacía con palabras. Repentinamente, se puso de pie y sin mediar aviso bajó el aire a su capacidad media. La mujer lo miró fijo, con un rostro rígido y contrariado.


- Disculpá… ¿No te molestaría dejar el aire donde estaba? Tengo mucho calor…- dijo la mujer

- Es que tengo tos señora y el frío me está matando. – le contestó en un tono amable el joven

- Te entiendo; pero, ¿Sabes que pasa tesoro? La tos se cura con algún remedio y nosotras tenemos calor y para eso sólo tenemos el aire acondicionado

- ¿Usted me va a comprar el remedio si me enfermo por culpa del aire? – dijo levantando el tono pero seguro- Porque en ese caso, déjelo donde usted quiera, pero me pasa su teléfono y si me enfermo le aviso…

La mujer no supo que responder, creyó que se trataba de uno de esos jóvenes alocados que gustan de molestar a las personas mayores y para sacarse el problema de encima accedió a la propuesta.

- Está bien. No tengo ningún problema. Ahora: ¿Podés subir el aire?

- Como no… pero primero déme su teléfono – insistió sacando una libreta del bolsillo de su camisa escocesa que no combinaba para nada con su traje de baño de color violeta.

- ¡Pero que atrevido! - reaccionó indignada mientras lanzaba una mirada furiosa al joven.

- Pero si habíamos quedado en eso señora…

- Nunca dije que iba a darle el teléfono, dije que le compraría el remedio pero no que le daría mi número…

- Pero… ¿Yo estoy loco? Acaba de hacerlo. Me dijo que me daría el número

- De ninguna manera jovencito…

- Entonces déme su nombre y lo busco por la guía telefónica

- Tampoco. Soy una mujer casada… -aclaró casi con una postura de sex symbol

- ¿Y? No la quiero invitar a salir señora…es muya grande para mi.

- ¡Pero que maleducado! ¡Donde se ha visto! Que me hable así un mocoso… - repetía indignada

Hubo un silencio. La secretaria se mordía el labio inferior. Alfonso era su hermano menor. Ella sabía que no tenía nada de malo en su boca, sólo sacaba turno para poder ver a la doctora Mariana Vasconcellos. La dentista era una mujer muy atractiva. Alfonso estaba desesperado por ella. Para él, solo posar sus ojos sobre ella era como acceder al mundo de la pornografía sin esconderse en el anonimato, y mejor aún, sin pagar. Cada vez que se presentaba decía lo mismo “vengo por un control de rutina”. Su hermana, Julia Lampiña, sabía de la mentira, pero apreciaba tanto a su hermano que prefería no delatarlo.

Alfonso se puso de pie y puso el aire acondicionado al máximo. A pesar de haber ganado la batalla la mujer bufó con indignación y se puso a hojear una revista de chismes baratos. Una nueva pareja entró al consultorio. Deberían tener unos veinte años. Ella llevaba una remera negra y una bincha de color rosa atada a su cabeza al estilo Axl Rose. El tenía un arete en su oreja izquierda y tenía una remera de color rosa y las uñas pintadas. Se besaban como si estuviesen en una plaza pública y hasta veces podía verse sus lenguas moverse obscenamente. Alfonso tosió una vez; luego tosió más fuerte. No era muy disimulado y se podía advertir que lo ponía muy incomodo la situación. El muchacho del arete advirtiendo la situación reaccionó:

- ¿Te pasa algo…? – dijo sin vueltas.

- No, simplemente que esta señora desea el aire acondicionado al máximo; y ahora, me agarró tos. –dijo Alfonso y la señora posó sus ojos por arriba de una página que mostraba el quinto casamiento de Julio Iglesias y la décima cirugía de Cher.

- Ok… Pensé que tosías por otro tema

- ¿Que otro tema?

- No sé; esperaba que vos me lo digas…

- Mirá; es sencillo, o se tose porque se tiene tos o catarro o porque se quiere llamar la atención…

La pareja se quedó en silencio y Alfonso continuó con su exposición.

- ¿En este caso qué me podría molestar? –interrogo a la pareja

- No lo sé…

- Perdoname. ¿Cual es tu nombre? Sería bueno saber con quien hablo… -

- Adrián. ¿Y el tuyo?

- Benjamin –respondió con su nombre falso que sólo usaba para decir mentiras y tanto lo utilizaba que a veces se confundía y no sabía cual era el verdadero - Como te decía; uno tose porque algo puede molestarlo. ¿Vos crees que algo pudo molestarme?

- No sé. Creo que tosías porque estábamos con mi novia dándonos unos besos

- Es una buena suposición- dijo llevándose su dedo índice al mentón-

- ¿Vos me estas tomando el pelo? – dijo enfurecido Adrián.

- ¡No! No te pongas así. Mejor dejemos esta charla para otro momento

- Mejor.

La mujer se relamió ante la marcha atrás de aquel joven. Alfonso se dio cuenta y volvió su carga contra ella

- Señora. ¿Va a darme su número o qué?

- ¡Estás loco querido! ¡Antes me tiro de la punta del obelisco!



Todos rieron un poco. No era la primera vez que Alfonso Lampiña hacia el ridículo. Aunque él nunca se daba cuenta de ello, es más, el creía que eran pequeñas luchas que debía afrontar cada día para lograr un mundo mejor. Su sentido de la ubicación era muy subjetivo. Por eso, siempre volvía con algún ojo compota del colegio, aunque nadie se llevaba una pelea con Alfonso sin algún recuerdo: el escupitajo o alguna patada traicionera en un testículo eran sus defensas preferidas.

La puerta del consultorio se abrió. La doctora Vasconcellos pronuncio su nombre delicadamente, como con todos sus pacientes, pero Alfonso creía que su dulce entonación era sólo para con él. Había sentido lo mismo hacía tres meses al verla por primera vez, cuando debieron colocarle una paleta nueva luego de una pelea en la calle con un taxista, que enloqueció tratando de explicarle que no tenía una factura de pago para darle. La pelea fue muy desigual, tanto que sólo duró un golpe, el que llevó a Alfonso a conocer a su dentista.

La Doctora Vasconcellos saludó con un beso a Alfonso y él se ruborizó como un impúber.

- Alfonso veo que sos muy cuidadoso con tus dientes. Me parece muy bien. Vamos a ver cómo está todo…

Mientras ella se dio vuelta en busca de sus elementos de tortura, él pudo ver que debajo de su delantal había una remera transparente que dejaba ver el sostén negro. Eso le provocó al instante una erección. Llevaba un traje de baño sin suspensores y pudo ver como levemente éste comenzó inflarse cerca de su bajo vientre. Desesperado, pensó en las cosas más feas del mundo para salir de esa situación: en su maestra de historia con peineta en su cabello; en el pekinés que tenían sus vecinos; en el rostro de Tito, el almacenero repleto de acné y en una tortuga teniendo sexo con otra. Pero fue inútil.

La dentista se sentó a su lado. No pareció notar nada raro. Alfonso nunca emitía sonidos cuando estaba con ella y ese día no era la excepción. Él, por vez primera, tratando de no mirarla a los ojos por la vergüenza que sentía, miró hacia su costado. De repente, sintió un golpe en el pecho, provocando que su problema de hinchazón se solucione en el momento, había una foto de Mariana abrazada con un muchacho grande y musculoso. Al notar la dirección de su mirada ella le preguntó:

- ¿Te gusta la foto? –

- (…)- el contestó con un sonido gutural, porque tenía una pinza y una mano dentro de su boca

- Es mi marido. Nos casamos hace cinco meses. Ahí estamos en nuestra la luna de miel en Cancún.

- (…) – hizo el mismo sonido que ahora podía significar si, no o vete a la mierda-

Pasaron unos minutos y ella se sacó sus guantes.

- Bueno Alfonso, estás perfecto. Deja pasar un tiempo antes de regresar; por ahí un próximo control dentro de tres o cuatro meses estaría bien.

El cabeceó afirmativamente y dejó el consultorio sin el beso de despedida que siempre ofrecía; esta vez le dio la mano. La doctora se sorprendió de tanta rectitud.

Alfonso dejo el consultorio y se fue sin saludar a su hermana, ni a Adrián ni a la señora del aire acondicionado. Caminó por la calle con la cabeza gacha, apesumbrado, pensando en los meses que había dedicado sus pensamientos en la Doctora Vasconcellos sin saber que ella era una mujer casada. Se sintió un tonto. Lloró. Trató de bajar aún más su mirada al pasar por la puerta de un colegio de mujeres y así perdió el rumbo de su caminata y de su vida. La Doctora Vasconcellos era la única mujer que le interesaba, había pensando en casarse con ella; hacerle el amor y escribirle un poema.

Cuando cruzaba la avenida Santa Fe a las corridas, bajo la lluvia, un auto frenó. Se escuchó el chirrido de las gomas y luego una patinada. Alfonso voló por los aires. Cuando cayó al suelo con la cabeza se escuchó un ruido espantoso, como si cincuenta platos apilados se arrojasen contra una pared. Una mujer se le acercó. Estaba vivo pero en grave estado. Le tomó su mano para tomarle el pulso. El abrió los ojos. Pudo ver a esa mujer preocupada por su salud. Aquella suave mano tomando la suya le producía un alivio muy grande. Levantaba su cabeza del piso con un gran esfuerzo y quería decirle algo, pero ella no escuchaba: “No te entiendo. ¡Por favor, no hables! ¿Que?”. El insistió. Ella se acercó lo más que pudo a su boca y escuchó “Solo dame un beso, sólo así voy a morir en paz”. La mujer se conmocionó. Era un niño. Perdía sangre ¡Mucha sangre! Su pulso se estaba perdiendo. Entonces, con la mayor ternura posible apoyó sus labios en los de él. Alfonso no pudo evitar lagrimear.

En el colegio solían burlarlo sus amigos porque con dieciséis años aún no había besado a una chica. Día y noche pensaba en ello y no lograba resolver ese asunto. Las burlas se hacían más y más pesadas a medida que los días pasaban y las horas sólo sumaban más adeptos. Era como una bola de nieve en pleno descenso de la montaña. Volvió a levantar su cabeza y volvió a hablar con mucha dificultad.

“Ahora ya nadie me va a poder molestar”

A los segundos Alfonso Lampiña estaba muerto.
 
Ilustrado por Nadia Vítola

Comentarios

carito ha dicho que…
Me gustó mucho. Muy tierno e interesante en cada una de sus etapas.

Entradas populares de este blog

El silencio de Justo

Las brisas de la tarde solían avisarnos que quedaban pocas horas de luz para jugar. No sólo estábamos Justo y yo, había varios chicos más, estaban Lucio, Lautaro y Ramón, hijos de los peones. Todos deambulábamos por los rincones del campo en busca de algo novedoso que nos distrajese hasta el día siguiente. También tomábamos mucho mate. Como nuestro tío nos había enseñado a respetar las costumbres de los demás; metíamos la boca en esa bombilla y chupábamos como el resto, pero era más una cuestión de educación que otra cosa; nosotros detestábamos el mate. Entre los surcos del maizal solíamos escondernos y jugar a policías y ladrones. Justo, mi hermano, prefería formar parte de la ley. Tenía dos años más que yo y aprovechaba su condición de policía para tomarme de prisionero y aporrearme un rato. Yo quedaba con algunos hematomas. Sus golpes, a veces, eran más salvajes de lo que mis flacos brazos podían soportar. Una vez me ató una soga a los pies y me colgó a una rama del árbol: me dejó ...

El silbido que mató el amor

El silbido que mató el amor. Michael Houllebecq escribió en Ampliación del Campo de Batalla que la mujer analizada es la mujer más mezquina y egoísta que existe y que el psicoanálisis no de-construye sino que destruye todo lo sano y puro que existe en el ser humano.  Ello me hizo recordar el ejemplo más nítido y cercano que conocí y que respaldaba esta afirmación. Siempre que la veía pensaba: "¿Qué diablos hizo con su vida?" Los sábados por las mañanas solía acompañar a mi madre a su casa en una especie de visita que se repetía bastante. Allí sentado en la cocina mientras se tomaban un café, se podía escuchar un dulce silbido que, para cualquier distraído, hubiese sido un Jilguero. Pero no, nada más lejos. Era el llamado que él le hacía a ella para que le llevase el desayuno a la cama.  Belarmino era un tipo alto, de tez morena y  bigotes al estilo francés del siglo XVIII. Su cara era delgada y su pera puntiaguda; sus ojos, parecían dos planetas caíd...