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Esclavo de Verónica

PRIMERA PARTE

Hasta hace unos años miraba su fotografía y no podía dejar de sentir esa incertidumbre que nos ataca a los hombres, años después, por no haber hecho todo lo necesario para conquistar a esa mujer que nos quitó el sueño alguna vez.

Tenía diecisiete años y en ese entonces había que poner la cara y perder la vergüenza, no contábamos con una computadora para escondernos detrás de ella y decir cualquier cosa. Recuerdo que eran pocos los que habían besado a una chica, menos aún quienes habían tenido sexo. Eran los años ochenta, años donde la música tecno comenzó a deshacer ciertos complejos; los jopos en los peinados parecían muy modernos y la democracia en el país lograba desembarcar de una vez por todas.

Hace dos meses murió mi mujer. Estuve casado con Paulina Chabert durante doce años y los recuerdos que permanecen en mí después de su muerte son maravillosos.

Por las mañanas de domingo, en verano, ella solía abrir la ventana y dejar que el aroma de los jazmines inundase todo el ambiente y así el aire fresco se endulzaba, y como una leve caricia matinal, me invitaba a abrir los ojos. Entonces, Paulina me servía el desayuno en una mesa de mimbre, bajo la galería de la casa. Para no romper esa atmósfera tan silenciosa que inundaba mis sentidos hacía sonar una campanita; y así yo sabía que todo estaba listo. Ella tomaba un té y yo unos mates. Untábamos las tostadas bien calientes con manteca y por arriba las empapábamos de dulce de leche casero. Hablábamos muy poco. Nos gustaba el silencio del campo, los vuelos rasantes de las calandrias y los chimangos, el lejano canto de las cotorras, las caminatas cansinas de sus caballos criollos buscando pasto, las hojas del eucalipto cayendo como paracaidistas y el calor, que con lentitud, se adueñaba de toda la inmensidad. Por eso, en aquellas horas tempranas era placentero disfrutar del primer fresco de la mañana. Ella decía que el silencio tenía su sonido particular y tenía razón. A veces, escuchaba tanto mis pensamientos en silencio que podría jurar que esas reflexiones eran más ruidosas que cualquier embotellamiento de autos.

Nuestra mudanza a Capilla del Señor se produjo por dos motivos especiales: ella amaba el campo y tenía dinero. Y yo, no tenía necesidad de estar en una oficina en Buenos Aires.

Desde chico había desarrollado una sola habilidad: pintar cuadros gauchescos. Poco a poco comenzaron a venderse, primero en Buenos Aires y luego en el extranjero. Por momentos, pareciera que el resto de la gente le da más importancia que yo a mi condición de artista. Para presentarme a otra persona, antes que mi nombre dicen: “Te presento a un gran artista…”. Nunca pude creer la suerte que tuve; la verdad, es que no sé hacer nada más que pintar.

Después del desayuno, Paulina iba a correr. Era una mujer delgada pero con una llamativa musculatura, al caminar me hacía recordar a esas chicas que caminan con cautela para no ser descubiertas. Si no corría salía a andar caballo; pero siempre hacía algo. Yo creo que deseaba dejarme solo por las mañanas para que pudiese trabajar pero nunca me lo decía. Le había costado mucho convencerme sobre la mudanza al campo. Yo era un hombre de ciudad que por las noches salía con amigos a tomar una cerveza o un fernet con coca-cola.

Era una mujer muy agradable; siempre que me acompañaba a los museos o exposiciones su dentadura blanca relucía ante cualquier persona que saludaba y sabía convertirse en la persona más atenta que uno pudiese imaginar. Cuando la presentaba, ella le preguntaba a la otra persona por su familia, su salud y hasta se interesaba más que yo por su trabajo. Podía hablar de arte o fotografía si era necesario. Yo no le conocí nunca ninguna pasión, salvo los caballos. Era esclava de esa simbiótica unión que las mujeres de cierto nivel social tienen con los equinos, nunca entendí esa atracción que toda mujer de la alta sociedad siempre ha tenido por estos animales, porque nunca ninguna es fanática de los conejos o los loros. No. ¡Sólo de los caballos! Aunque, luego de conocerme, creo que yo me convertí en su única pasión.

Nunca había encontrado una mujer que me amase tanto. Cuando la vi por primera vez, en una galería de la calle Alvear, donde yo exponía mis pinturas, ella fue tan atenta con mi obra que me sentí agradecido y valorado como nunca antes.

Si bien al levantar mi cabeza, por delante siempre me encontraba con el mismo paisaje: pastizales, alambrados, vacas y molinos; mis pinturas nacían de recuerdos. Desde mi mudanza al campo y mis cambios de hábitos, mi obra aumentó en número y calidad. Después de pintar, al mediodía, comíamos en la misma galería que desayunábamos. Nos gustaba comer las verduras frescas de nuestra huerta, que Paulina se encargaba de cuidar. Los tomates tenían ese color rojizo tan fascinante, como esas Ferraris nuevas recién lavadas, y cuando uno los mordía la boca se llenaba de un jugo delicioso. Los encargados del campo solían carnear alguna vaca por semana, pero tratábamos de evitar tanta carne para no perder el entusiasmo del asado cuando venían invitados. De postre no siempre teníamos frutas, mi mujer hacía gelatinas, flanes caseros y tiramisú. Cuando la veía regresar de la cocina con el postre en la mano nacía en mí una profunda emoción al sentir su solicitud para complacerme cada día. No era el flan con crema el que me deleitaba sino esa delicadeza en su sonrisa, la suavidad de sus manos al rosarse con las mías y esa mirada devota que me regalaba.

Después de la comida dejábamos todo debajo de la galería e íbamos al cuarto para hacer el amor. Y así como de distinguida era en sus bombachas de campo, seguía siéndolo con su ropa íntima. La manera en que se contorneaba su cintura al acercárseme en cuatro patas me producía una extraña fuerza animal.

En esos primeros años de matrimonio fui realmente feliz.

Nunca encontré en su mirada una recriminación por mi pasividad en las actividades de la casa. Jamás me pidió nada. Mi intención era hacerla feliz y parecía muy fácil porque sólo deseaba que pintase. Yo extrañaba a mis amigos y los cafés porteños; pero estaba bien compensado. Siempre recuerdo la primera vez que encontré la contrariedad en su rostro. Había llegado antes del mediodía para cocinar y, como siempre, se acercó hasta mi tela para observar qué había empezado a pintar aquella mañana.

Recuerdo que no había reflexionado mucho sobre qué iba a pintar, sólo atiné a tomar mi pincel y dejarme llevar. Cuando llegó Paulina yo apenas había mirado la pintura

- Hola – dijo expectante como todos los mediodías -¿Como te fue esta mañana?

Y sin vueltas miró la obra. Su rostro no pareció feliz. Era la primera vez que la encontraba tan confundida -

- ¿Quién es esta mujer?

Posé mis ojos en la tela y descubrí, al mismo tiempo que ella, lo que había hecho. No tenía muchas explicaciones. La reconocí al instante, sus ojos celestes eran inconfundibles. Pero nunca había hablado de ella con nadie.

- No lo sé, es una mujer que creo haber visto en una revista de moda. – dije

Paulina me miró a los ojos y trató de escrutar en ellos una pista acerca de la veracidad de mis dichos. No pudo acusarme de nada. No hubiese sido muy amable el introducir a otra mujer a nuestra casa pero ella me creyó. Hizo mal. Verónica había vivido en mi vida desde aquel momento en que la conocí.



Era un mediodía caluroso, estábamos cerca de las montañas nevadas de Villa La Angostura, en mi viaje de estudios, cuando subió un grupo de chicas de otro colegio a nuestro transporte. Yo ya la había distinguido entre la multitud de estudiantes arriba de la montaña. Cuando vi que iban a subir a nuestro micro rogué que se sentase a mi lado. Relojeé el asiento y comprobé que estaba vacío. De haber tenido colmillos mas afilados los hubiese mostrado al resto de mis compañeros, pero con una mirada sugestiva nadie más se atrevió a sentarse allí. Ella fue caminando por el pasillo buscando un lugar donde sentarse, y una súbita fuerza de atracción la condujo a mi lado. No nos conocíamos, y al verme tan ansioso, se ruborizó. Sonrió mirando hacia abajo y evitó mirarme a los ojos. Era la mujer más linda que había visto en toda mi vida. Ella lo sabía, pero parecía no querer aceptarlo para no dejarse ganar por la vanidad.

Una vez a mi lado me quedé mudo. ¡Era tan virgen! Una sola mirada habría bastado para sentirme que ya no lo era más, que ya había descubierto el amor en su totalidad.

Las montañas iban pasando al lado del camino entre curvas pronunciadas y rocas filosas. Yo llevaba una bomba de tiempo que explotaría en mis manos en el momento en que ella bajase del micro sin yo haberle dicho una sola palabra. Ella no pareció estar tan al tanto de mi presencia ni del tic tac de esa bomba. Algunas amigas le hablaban desde otros asientos. ¿Alguien ha padecido el mutismo ante la esplendorosa belleza de una mujer? Haberle dicho algo hubiese socavado la perfección de ese momento. Hubiésemos hablado pavadas ya que esa edad aún no se me había dado el don de la palabra. Por eso, ante la inminente explosión de la bomba de tiempo, me di la vuelta y pedí a un amigo que nos sacase una foto. Le pasé un brazo por su hombro tomándola por sorpresa, casi a la fuerza y el flash rompió mi inquietud y preocupación. Ya era mía. Y así quedó grabado en mí ese rostro mágico.

Fue una de esas mujeres de las cuales me enamoraba en los subtes; en la mitad del cruce de una calle, una de esas mujeres que pasaba en colectivo y me dejaba su mirada de regalo para el resto del día. En fin, una de esas cientos de mujeres con las que hacía el amor por las noches, luego de habernos visto apenas unos segundos. Pero Verónica permaneció a mi lado siempre, aquella foto me hizo su esclavo.

No supe nada más de Verónica. Sólo sabía su nombre y que era de Necochea. Siempre quise viajar hacia esa playa pero ese balneario era un lugar muy ventoso y de haberla encontrado allí sus pelos revueltos por el viento y la arena pegada a su cara me hubiesen dificultado reconocerla. Decidí quedarme con la foto y mis recuerdos.

Siempre vivió en mí. Paulina no sabía de ella, ni siquiera cuando murió de cáncer hace dos meses en la cama del hospital, con treinta kilos menos, pelada y sin poder hablar. Quedé destrozado. Dejé de pintar al poco tiempo y en las noches solitarias, acompañado del whisky, comencé a pensar en ella. Una mañana desempolvé el cuadro que Paulina me descubrió y que había dejado por la mitad. Luego, saqué de una lata que hacía de guardián de viejos recuerdos la foto donde descansaba Verónica. Las puse una al lado de la otra y un día terminé aquella pintura. Acto seguido tomé otra decisión: iría a Necochea. Verónica había hecho renacer en mí el amor por la pintura. Ya no me maldije más cada día que miraba la foto, ahora estaba agradecido el haber tomado aquella decisión porque fue la única que me salvo de abandonar mi arte.

Hace dos días sucedió algo increíble. Estaba terminando una pintura y la foto de Verónica estaba enmarcada a mi lado. Una mujer se acercó a ver mi trabajo y al ver la foto reconoció a Verónica. Me contó que aún vivía allí, en Necochea y que había quedado viuda hacía dos años. Hablamos de arte y de Verónica, los dos únicos temas que había llamado la atención en mi vida.

Ilustrado por Nadia Vítola
http://nadiavitola.blogspot.com/

Comentarios

carito ha dicho que…
Muy bueeeenaaaaaa historia
Caro
Nadia Vitola ha dicho que…
Muy poético, me encantó!

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