SEGUNDA PARTE Al lado de la oficina de Gomila existían otras dos que estaban cerradas. Una de ellas me la dieron a mí. El secretario me entregó la llave y me hizo aquel pedido extraño: “Entre y salga por ésta misma puerta que uso yo y no salude a nadie; ¿está claro?” No me quedaban claros las razones pero obedecí. Ahora tenía un ingreso exclusivo por otra puerta. No debía pasar por el mostrador y saludar, algo que mis padres me habían enseñado a hacerlo, y a hacerlo bien. Tenía un escritorio y una silla giratoria. Había algunos libros de derecho abandonados y llenos de polvo. Nadie golpeaba a mi puerta. Permanecí sentado sin hacer nada durante días. Dejar de pasear con mi carro me lastimó, le había tomado cariño. Recordé las lágrimas de los linyeras cuando morían sus caballos aunque aquí la ecuación era distinta: yo era el caballo y mi vida estaba dirigida por extraños. Me acostumbré a leer por las mañanas, mientras mateaba, a Ernest Hemingway. Sus cuentos mantenían una llama