Cuando el sol se puso sobre su cabeza, en ese límite invisible que divide la mañana de la tarde, Jacinta Correa creyó entender todo. Debía ser Octubre, y debía ser diecisiete porque varias personas exclamaban “¡Que día peronista!”. Jacinta no estaba en la Plaza de Mayo vitoreando al general o a uno de sus sucesores, sino que estaba en las gradas de la cancha de Polo de Palermo. El calor se arrastraba por las tribunas y recalentaba las colas paquetas de los espectadores. Era un martes, y ella disfrutaba de ser una de esas personas galardonadas con el don de no tener que trabajar para ganarse la vida. No sabia lo que era una oficina o una obra; podía darse el lujo de ir a ver polo sin preocuparse por nada más que de asegurarse de respirar. El calor le daba directo a las neuronas y sus recuerdos reverberaron en su cabeza, la cual se ladeó hacia un costado para apoyarse en la palma de su mano derecha. Parecía que miraba el partido, pero ese mediodía las palabras de aquella tar