Las brisas de la tarde solían avisarnos que quedaban pocas horas de luz para jugar. No sólo estábamos Justo y yo, había varios chicos más, estaban Lucio, Lautaro y Ramón, hijos de los peones. Todos deambulábamos por los rincones del campo en busca de algo novedoso que nos distrajese hasta el día siguiente. También tomábamos mucho mate. Como nuestro tío nos había enseñado a respetar las costumbres de los demás; metíamos la boca en esa bombilla y chupábamos como el resto, pero era más una cuestión de educación que otra cosa; nosotros detestábamos el mate. Entre los surcos del maizal solíamos escondernos y jugar a policías y ladrones. Justo, mi hermano, prefería formar parte de la ley. Tenía dos años más que yo y aprovechaba su condición de policía para tomarme de prisionero y aporrearme un rato. Yo quedaba con algunos hematomas. Sus golpes, a veces, eran más salvajes de lo que mis flacos brazos podían soportar. Una vez me ató una soga a los pies y me colgó a una rama del árbol: me dejó