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El silbido que mató el amor

El silbido que mató el amor. Michael Houllebecq escribió en Ampliación del Campo de Batalla que la mujer analizada es la mujer más mezquina y egoísta que existe y que el psicoanálisis no de-construye sino que destruye todo lo sano y puro que existe en el ser humano.  Ello me hizo recordar el ejemplo más nítido y cercano que conocí y que respaldaba esta afirmación. Siempre que la veía pensaba: "¿Qué diablos hizo con su vida?" Los sábados por las mañanas solía acompañar a mi madre a su casa en una especie de visita que se repetía bastante. Allí sentado en la cocina mientras se tomaban un café, se podía escuchar un dulce silbido que, para cualquier distraído, hubiese sido un Jilguero. Pero no, nada más lejos. Era el llamado que él le hacía a ella para que le llevase el desayuno a la cama.  Belarmino era un tipo alto, de tez morena y  bigotes al estilo francés del siglo XVIII. Su cara era delgada y su pera puntiaguda; sus ojos, parecían dos planetas caídos de su 
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Adalberto, una guitarra y Quiroga.

En Adalberto Gandulfo residía el anhelo de contemplar la llanura inconmensurable, de posar sus ojos en el horizonte infinito de La Pampa. Sus raíces criollas no se habían evaporado con el paso del tiempo, y como el perro que abandona la casa de su dueño para morir, él lo hacia para encontrar su vida. Su tatarabuelo, José Fructuoso Rivera, fue uno de los más célebres baqueanos que dio el Río de la Plata. Adalberto aún conservaba los dones del oficio, pero la vida no le daba la oportunidad de mostrarse, ya no había ni pampa ni llanuras. También llevaba la música en la sangre; herencia de los Gandulfo. Se vistió de manera cómoda, sin pensar en mujeres, ni en espejos. Una boina, alpargatas, su bombacha; y emprendió nomas el viaje . Manejaba sereno y en una de esas miradas al espejo retrovisor, comprobó como desaparecían las ojeras que lo acompañaban desde hacía una década, cuando creyó que entrar a aquel bufete de abogados, iba a cambiarle la vida. Estaba saturado de los “ casua

La decision inesperada de Jacinta Correa

Cuando el sol se puso sobre su cabeza, en ese límite invisible que divide la mañana de la tarde, Jacinta Correa creyó entender todo. Debía ser Octubre, y debía ser diecisiete porque varias personas exclamaban “¡Que día peronista!”. Jacinta no estaba en la Plaza de Mayo vitoreando al general o a uno de sus sucesores, sino que estaba en las gradas de la cancha de Polo de Palermo. El calor se arrastraba por las tribunas y recalentaba las colas paquetas de los espectadores. Era un martes, y ella disfrutaba de ser una de esas personas galardonadas con el don de no tener que trabajar para ganarse la vida. No sabia lo que era una oficina o una obra; podía darse el lujo de ir a ver polo sin preocuparse por nada más que de asegurarse de respirar. El calor le daba directo a las neuronas y sus recuerdos reverberaron en su cabeza, la cual se ladeó hacia un costado para apoyarse en la palma de su mano derecha. Parecía que miraba el partido, pero ese mediodía las palabras de aquella tar

Un día de suerte para Salaberry.

SEGUNDA PARTE Al lado de la oficina de Gomila existían otras dos que estaban cerradas. Una de ellas me la dieron a mí. El secretario me entregó la llave y me hizo aquel pedido extraño: “Entre y salga por ésta misma puerta que uso yo y no salude a nadie; ¿está claro?” No me quedaban claros las razones pero obedecí. Ahora tenía un ingreso exclusivo por otra puerta. No debía pasar por el mostrador y saludar, algo que mis padres me habían enseñado a hacerlo, y a hacerlo bien. Tenía un escritorio y una silla giratoria. Había algunos libros de derecho abandonados y llenos de polvo. Nadie golpeaba a mi puerta. Permanecí sentado sin hacer nada durante días. Dejar de pasear con mi carro me lastimó, le había tomado cariño. Recordé las lágrimas de los linyeras cuando morían sus caballos aunque aquí la ecuación era distinta: yo era el caballo y mi vida estaba dirigida por extraños. Me acostumbré a leer por las mañanas, mientras mateaba, a Ernest Hemingway. Sus cuentos mantenían una llama

Un día de suerte para Salaberry

PRIMERA PARTE Cuando salí del colegio creí librarme de esa tensión que me invadía al descubrir mi poca importancia en el mundo. Un tal Sócrates ya había dicho: “Solo sé que no sé nada”. Yo hubiese remodelado la frase: “Solo sé que no soy nada”. Y entiendo que Sócrates haya pensado de esa manera; él no debía estar preocupado por ser alguien; su ser estaba condicionado a la existencia. Hoy todo es diferente, con existir no alcanza; hay que poseer y eso determina quienes somos en realidad. Cuando entré a trabajar a los tribunales de justicia de la capital federal todos me llamaban a mis espaldas “El pinche”. Así era el sobrenombre de los impúberes granulientos, peinados con gomina y de rostro asustado. No recibíamos dinero, ni teníamos obra social; menos aún derechos. Descubrí que la tiranía de los profesores y de los padres era infantil al lado de la que ejercían mis jefes. Yo no era granuliento ni me peinaba con gomina. Tenía las patas flacas como un tero y la espalda angosta y

CLEMENTINA

El día que nevó en Buenos Aires el transporte escolar llevaba de regreso a las chicas del colegio Santa Cruz. Era un día tan frío que las ventanillas se escarchaban y las boquitas de las alumnas jugueteaban resoplando su aliento, que por momentos, parecía cristalizarse en el aire. Algunas chicas subían al micro en un estado de sonambulés y continuaban durmiendo en su asiento. Felicitas y Clementina tenían el mismo gorro de lana con pompón rosa y sus medias de lana de igual color. Mientras viajaban esa mañana, un misterioso soplo heló las gotas de agua que caían desde el cielo. Hacía cien años que no nevaba en Buenos Aires. Felicitas era la mejor alumna de su clase. Era una chica muy atenta y despierta. Tenía el rostro repleto de pecas del tamaño de un maní y sus ojos negros achinados. Su pelo lacio brillaba tanto que a veces parecía tener un aura angelical. Su sonrisa estaba siempre alistada para seducir al resto de las compañeras. En cambio, Clementina no era ni tan despierta,

La crueldad de la inocencia

El calor en Buenos Aires era sofocante, y moverse dentro de ella auguraba adentrarse en un mundo sudorífero y maloliente. Bajo el aire acondicionado de aquella sala nadie parecía pasar un mal momento, como si fuese una balsa en medio de un naufragio, los viejos y perdidos pacientes parecían desesperados por conseguir un turno tan sólo para evitar el calor. Sentada frente a una mujer de sesenta años repleta de alhajas, muy elegante, había un muchacho de dieciséis años. Se mostraba serio, y por momentos, levantaba las cejas como si sus pensamientos lo empujasen a expresar con su rostro lo que no hacía con palabras. Repentinamente, se puso de pie y sin mediar aviso bajó el aire a su capacidad media. La mujer lo miró fijo, con un rostro rígido y contrariado. - Disculpá… ¿No te molestaría dejar el aire donde estaba? Tengo mucho calor…- dijo la mujer - Es que tengo tos señora y el frío me está matando. – le contestó en un tono amable el joven - Te entiendo; pero, ¿Sabes que pasa tesor